Luis Cortázar pasa entre 12 y 15 horas al día frente a la computadora. Hasta hace poco, hablaba con unas 40 personas diariamente para realizar sus operaciones cotidianas. Hoy, su interacción es permanente con ocho modelos de inteligencia artificial. “Chateo más con entes artificiales que con los orgánicos”, afirma. Su profesión no puede definirse de otra forma: su trabajo es estar en internet. “Sí, 100%. Estar en internet y entender sus posibilidades, limitaciones y riesgos”.
Desde niño, Luis Cortázar demostró una gran inteligencia –ganó concursos estatales y olimpiadas de Matemáticas, Español y Ciencias–, pero también una gran rebeldía. Lo jalaba la calle. A diferencia de sus compañeros, tuvo acceso muy temprano a una computadora que su padre había comprado para su negocio. Luis quedó fascinado.
Su trayectoria es singular. Estudió sociología en la UNAM y en la UAM, y antropología en la ENAH. Convencido de la urgencia de incidir en la realidad política después del zapatismo, se decidió por las ciencias sociales “duras”. Terminó solo la carrera en la UNAM, con 10 de promedio. Aun así, nunca se graduó. Su madre enfermó de gravedad y abandonó los estudios para cuidarla.
Pero Cortázar no sólo estudió marxismo; también se adentró en la estadística profunda, la más objetiva de las ciencias sociales. Se apasionó por Pierre Bourdieu, un teórico post-estructuralista francés. Más tarde, se convirtió en profesor de estadística y demografía.
“Era feliz en los laboratorios de cómputo de la UNAM”. Antes de que los motores de búsqueda existieran, Cortázar dedicaba horas a navegar por páginas agregadoras. “Me parecía alucinante en términos de comunicación. Era un internet más libre, no esta máquina comercial de adicciones”.
En esa época, militó en una organización de base tecnopolítica. El movimiento del software libre se basaba en la idea de compartir y modificar tecnología libremente.
Posteriormente, trabajó como analista en una agencia de procesamiento de noticias y pronto descubrió Google Analytics. “Un sistema que ayuda a entender cómo interactúan las personas con las interfaces web o móviles, a ver cómo navegan, qué consumen, qué buscan y cuándo lo hacen. Me pareció verdaderamente fascinante”. Más tarde, fue contratado en Telmex como especialista en motores de búsqueda. Desde entonces, se ha especializado en medios digitales.
Luego se unió a El Economista como editor web y líder de un proyecto temático sobre pequeñas empresas. Más tarde, se trasladó a la agencia Códice, socia de Google en dos productos: Analytics y Adwords. “Fueron años muy felices porque era un laboratorio. Me dejaban experimentar con toda clase de tecnologías. Fui jefe de investigación, es decir, un ‘nerd’ con acceso a dinero. Si yo quería alguna tecnología, la pagábamos, la probábamos e intentábamos venderla para desarrollar proyectos”. También fue jefe de formación; diseñó un programa educativo con el apoyo de Google. “Sé bien cómo aprender y compartir el uso de la tecnología”.
Después de un periodo en una fintech y en una productora de videos, se especializó en la metodología llamada “inbound” (una estrategia de ventas basada en tecnología y contenido para atraer usuarios). Cortázar aprendió mucho de la industria audiovisual, “que hoy está superamenazada por la inteligencia artificial, por cierto, una de las más inminentemente vulnerables”.
Gracias a sus capacidades mixtas –“no acabo de ser ni un tecnólogo ni un ingeniero, pero he hecho muchas cosas relacionadas con la ciencia”–, fue elegido para un proyecto complejo en la agencia global Weber Shandwick. Necesitaban a alguien que supiera de CRM, redes sociales, publicidad, sitios web y, además, que entendiera las particularidades de la comunicación y las relaciones públicas. Después de años extenuantes, llegó la masificación de CHATGPT y Cortázar sentía que le faltaba tiempo para estudiar y comprender. Además, su padre estaba delicado. Se tomó un año, durante el cual regresó a los estudios de forma autodidacta hasta dominar los fundamentos de la Inteligencia Artificial (IA).
Hoy, Luis Cortázar acompaña a empresarios y profesionales a comprender el impacto de la IA. “Ya siento que mi background cuadra; tengo la sensibilidad de negocio para acompañar a un CEO que tiene poco tiempo y necesidades específicas de comunicación”.
Sobre esta tecnología, tiene preocupaciones serias y fundadas. “Estamos viviendo una época que se parece a los 90 en términos de tecnología: algo está cambiando y no sabemos exactamente para dónde va. Aunque tenemos algunas pistas, se parece mucho a la época en la que surgieron las .com, a la época en la que Google empezó a transformar las empresas, la manera en que aprendemos, en que buscamos, descubrimos y nos desinformamos o afectamos algunas de nuestras capacidades humanas, como nuestra capacidad para recordar cosas. Yo quiero ser un facilitador y partícipe de este proceso tan profundo. Me preocupa la gestión de la verdad, la posverdad, la educación y los niños. Se están probando otros caminos de IA que pueden ser aún más poderosos y menos imprecisos que los actuales modelos predictivos estadísticos”.
-¿Qué te preocupa con respecto a los niños?
-Necesitamos ser más estrictos con el acceso a la tecnología. Muchos fundadores y jefes de tecnología en San Francisco envían a sus hijos a escuelas sin acceso a ella hasta los 13 o 14 años. Es súper importante que aprendamos a razonar antes de tener acceso a modelos de IA o a la tecnología en general. En la actualidad, un trabajador experimentado que tiene acceso a la IA es más valioso no por el acceso a la tecnología en sí mismo, sino por su experiencia. Algunos estudios muestran que se están contratando más perfiles senior que junior. Esto plantea un gran debate a nivel empresarial. Probablemente, seamos las últimas generaciones que intentaron aprender leyendo libros completos, haciendo exámenes por nuestra cuenta.
Cortázar me cuenta que él mismo está intentando una relación más sana con la tecnología.
-¿Con tus 12 horas frente a la computadora?
-Aun así. Intento hacer cosas simples, como no ver el celular durante mi primera hora del día o pasar de seis a ocho horas un día a la semana sin tocarlo.
Es algo.
Fotos: Grupo SPEC, Expansión